domingo, 19 de abril de 2020

Poncho



Poncho


   Tenía la costumbre de recostarse en la vereda contra el vidrio de la puerta de entrada de la escuela. Cada lunes, a las 6 de la tarde cuando yo iba a arreglar las cosas que estaban rotas, el perro movía la cola como si me conociera de toda la vida. Yo lo acariciaba al pasar; un poco, nomás, porque sino se ponía pesado.
     Los chicos lo llamaban Toby, pero a mi me gustaba decirle Poncho, porque tenía una mancha negra sobre el lomo que cubría su pelo marrón; como un poncho… parecía que lo abrigaba y todo.
     Ese lunes que llegué apurado y no lo vi, me pareció raro. Cuando me fui tampoco estaba. Caminé alrededor de la manzana del colegio y ahí lo vi: tirado sobre el barro en una vereda sin terminar. Lloraba. Me acerqué y lo acaricié. Tenía una pata lastimada. Seguro algún auto lo había atropellado.
     Ahí nomás lo levanté en brazos y me lo llevé a casa; sabiendo que la patrona iba a quejarse… pero no podía dejarlo ahí … era Poncho, el que siempre se ponía contento cuando me veía…
    Juana puso el grito en el cielo. Yo no respondí nada. Agarré unos trapos, una maderita y le entablillé la pata, no sin antes desinfectarlo un poco con agua oxigenada.

     De a poco Poncho se hizo querer. De a poco lo dejamos que se quedara en la familia. Por ahora duerme afuera, sobre un pullover viejo que me dio Juana, pero cuando se descuide, lo voy a dejar entrar a la cocina; después de todo no molesta y cuida. Y ya la pata se le está curando. Le quedó un poco torcida, se nota sobre todo cuando quiere que le acaricie la cabeza y apoya las patas delanteras en mi panza.
     Y a Juana, aunque se haga la dura, ya la he visto hablándole… Poncho vino a cortar un poco con nuestra rutina.

Fotografía: freepik.esc