Poncho
Tenía la
costumbre de recostarse en la vereda contra el vidrio de la puerta de
entrada de la escuela. Cada lunes, a las 6 de la tarde cuando yo iba
a arreglar las cosas que estaban rotas, el perro movía la cola como
si me conociera de toda la vida. Yo lo acariciaba al pasar; un poco,
nomás, porque sino se ponía pesado.
Los
chicos lo llamaban Toby, pero a mi me gustaba decirle Poncho, porque
tenía una mancha negra sobre el lomo que cubría su pelo marrón;
como un poncho… parecía que lo abrigaba y todo.
Ese
lunes que llegué apurado y no lo vi, me pareció raro. Cuando me fui
tampoco estaba. Caminé alrededor de la manzana del colegio y ahí
lo vi: tirado sobre el barro en una vereda sin terminar. Lloraba. Me
acerqué y lo acaricié. Tenía una pata lastimada. Seguro algún
auto lo había atropellado.
Ahí
nomás lo levanté en brazos y me lo llevé a casa; sabiendo
que la patrona iba a quejarse… pero no podía dejarlo ahí … era
Poncho, el que siempre se ponía contento cuando me veía…
Juana
puso el grito en el cielo. Yo no respondí nada. Agarré unos trapos,
una maderita y le entablillé la pata, no sin antes desinfectarlo un
poco con agua oxigenada.
De a poco
Poncho se hizo querer. De a poco lo dejamos que se quedara en la
familia. Por ahora duerme afuera, sobre un pullover viejo que me
dio Juana, pero cuando se descuide, lo voy a dejar entrar a la
cocina; después de todo no molesta y cuida. Y ya la pata se le está
curando. Le quedó un poco torcida, se nota sobre todo cuando quiere
que le acaricie la cabeza y apoya las patas delanteras en mi panza.
Y a Juana, aunque se haga la dura, ya la he visto
hablándole… Poncho vino a cortar un poco con nuestra rutina.