sábado, 22 de agosto de 2020

Estancia Maldonado

 

Estancia Maldonado


          Esta historia de espanto, terror y también un poco de amor es para escucharla con los ojos cerrados, muy cerrados…

          En la estancia de los Maldonado se trabajaba de sol a sol. Había muchos peones. Contaba con cientos de animales que necesitaban ser atendidos a diario: caballos, vacas, ovejas, gallinas.

          Por las tardes, cuando la gente se tomaba un rato para descansar alrededor del fogón que calentaba una pava totalmente teñida de negro por las brasas, Ana Valentina, la hija de la cocinera y del capataz, llevaba la fuente cargada de tortas fritas y las entregaba a la peonada. Entre guitarreada, zambas y chacareras los días pasaban así tranquilamente y sin mayores sorpresas.

          Hasta ese día en que el dueño anunció que su esposa estaba embarazada. Todos lo felicitaron con gran algarabía al principio, hasta que se dieron cuenta: los patrones tenían seis hijos varones y ¿si el que estaba por venir era otro varón… y se transformaba en lobizón?

          La leyenda decía que el séptimo hijo varón de una pareja se convertía en lobizón: una especie de hombre- lobo que poseía una fuerza inigualable, que podía matar a quien se interponía en su camino, ya sea humano o animal, como así también alimentarse de ellos. Que transmutaba de hombre a bestia cuando en las noches había luna llena y que nada ni nadie podía matarlo, salvo una bala de plata bañada en agua bendita. Era una maldición, definitivamente. A veces se podía cortar con esa desgracia si se bautizaba al niño a los tres días de nacer y si su padrino era el presidente de la nación. Obviamente que no asistía el mandatario en persona, sino que enviaba un representante. También se decía que aunque se tuvieran esas precauciones, si el individuo se enamoraba antes de cumplir los veinte años, todo lo anterior no surtía efecto.

          En el mes de mayo nació Emmanuel Maldonado. Sus padres eligieron ese nombre porque significaba “Dios con nosotros”. Fue un parto largo y doloroso para su madre. El llanto del niño se escuchó enseguida de nacido en toda la estancia, y todos sus habitantes se hicieron la señal de la cruz. Algunos tomaron sus pocas pertenencias y se fueron del lugar pensando que nada podía salvar a esa familia del mal augurio; otros, incrédulos decidieron quedarse.

          El niño creció sano y fuerte. Siempre fue muy respetuoso y muy amable con todos. Le gustaba montar en su caballo azabache. El oficio de jinete se lo enseñó don Cancino, el capataz, quien más que miedo hacia el niño sentía un gran cariño. Era un poco su padrino, porque don Cancino tenía cinco hijas y se había quedado esperando que Tata Dios le enviara el varón que nunca había llegado. La más grande de sus hijas tenía veinte años, en tanto la más pequeña se llamaba Carmen, y tenía la edad de Emmanuel.

          Los chicos crecieron juntos como muy buenos amigos. Sin diferencias de estatus social. Iban y venían con don Cancino en el sulky a la escuela, se sentaban juntos, se defendían mutuamente. Eran tan buenos amigos…

          Los hermanos del niño veían con buenos ojos esa relación, no pensaban mucho en la maldición y hasta llegaron a creer que sólo era una leyenda más, inventada en los largos inviernos campestres. Protegían al chico aunque este sabía valerse por sus propios medios.

          Los años pasaron rápidamente.

          Nada hacía sospechar que Emmanuel fuera un …

          A veces se notaba un brillo incómodo en sus ojos, pero duraba apenas unos segundos y después volvía a tener la mirada de buena persona que lo caracterizaba.


          El padre, eventualmente, revisaba su caja fuerte para comprobar que el arma que había cargado con una bala de plata bendecida al día siguiente de nacido su séptimo hijo, siguiera allí. Deseaba con todo su corazón nunca tener que usarla.

           Emmanuel y Carmencita crecieron y dejaron de lado los juegos infantiles; pronto comenzó el tiempo de ir a los bailes. Ya iban solos en sulky al pueblo cada sábado por la noche. La fiesta de carnaval era la que más les gustaba. A veces bailaban juntos, a veces con parejas diferentes. El había tenido una que otra noviecita pero nada importante. En cambio a su amiga nunca se la había visto con novio alguno.

            Una noche de baile apareció un muchacho que no era del pueblo. Sacó a bailar a Carmencita y a ella se le iluminaron los ojos. Emmanuel se dio cuenta y no le gustó para nada la mirada de su amiga hacia ese hombre. Y por primera vez experimentó algo que no había sentido nunca: sintió celos. ¿Celos de Carmencita? Ese amanecer volvió callado hacia la estancia, mientras que ella se la pasó todo el tiempo hablando de ese tal Eugenio Abalos. No le gustó nada eso. Llegaron a la estancia, la acompañó hasta su casa y se fue al casco a descansar. No pudo pegar un ojo en toda la noche. Se la pasó pensando en sus celos infundados. Le contó lo que le pasaba a Bernardo, su hermano, y éste se dio cuenta que tal vez estaba enamorado de Carmen… y no se había dado cuenta.

             Al sábado siguiente volvieron al baile y allí estaba, otra vez, ese tal Eugenio.

             Emmanuel tomó a Carmencita del brazo, la sacó a bailar y no la dejó moverse de su lado en toda la noche. Ya en el sulky no le dio ni tiempo de hablar. La miró a los ojos y le pidió que se casara con el. ¡Por fin le dijo lo que ella esperaba oír hacía años!. Sus labios se encargaron de sellar ese amor. Y el amor fue la desgracia para ambos.

             Al otro día anunciaron a todos la buena nueva. Algunos se volvieron a persignar, otros ni se acordaban de eso.

             El casamiento se realizó en la estancia una noche de luna llena.

             Comieron y bailaron hasta la madrugada. Nada raro sucedió ese día.

              Al llegar la próxima luna llena Emmanuel besó en la frente a Carmencita, que ya dormía,  y se fue campo adentro.

              En plena noche se escucharon en las afueras unos aullidos estremecedores. Los perros bravos del lugar huían ante semejante sonido. Los demás animales estaban temerosos y estremecidos.

              Todos en el lugar supieron que se había cumplido la maldición.

              Al amanecer aparecieron destrozados varios animales.

              Don Maldonado supo que había llegado el momento de usar el arma guardada. La pena le invadió el alma y el corazón. La madre y los hermanos de Emmanuel le rogaron que no le hiciera daño al joven, le dijeron que tal vez algún perro suelto había provocado esos ruidos y aquella muerte horrenda en los animales; pero Emmanuel no había estado en la casa esa noche de luna llena. Nadie lo había visto por ningún lado. Al otro día había aparecido en su cuarto todo sucio y con un cansancio raro, muy raro. Carmencita simplemente callaba.

              A la próxima luna llena sus hermanos se encargaron de encerrarlo en un galpón con varios candados, antes que llegue la noche. Pero fue en vano. Al transformarse en lobizón rompió todo, se escapó y huyó campo abierto. Carmencita lloraba y lloraba. Don Maldonado, don Cancino y varios peones salieron en su búsqueda. Ya cansados de perseguirlo lo encontraron matando una vaca.

              Los peones comenzaron a dispararle y las balas, lo único que hacían era rebotar contra un cuero seco porque no le hacían absolutamente nada, solo enfurecían peor a la bestia. Ni una sola herida. Nada de nada.

             Carmencita los había seguido desde lejos con el corazón en un hilo. Temblando por lo que no podría evitar.

              Luego de que el lobizón se enfureciera con esa balacera, su padre sacó el arma y apuntando a la bestia gritó:

        -¡Perdón, hijo de mi alma!

              Al tiempo que apretó el gatillo y disparó certeramente.

              La bestia cayó despacio y se fue transformando en humano;  al mismo instante se escuchó el desgarrador grito de su madre que estaba en la estancia; Carmen que corría a su encuentro para sostenerle la cabeza a su amado esposo y que le decía - no, no me dejes sola con nuestro niño en mi vientre-, y don Cancino tomando su propia cabeza entre sus manos, y la jauría enloquecida de furia y temor… Y la peonada que no podía creer lo que veía. Y don Maldonado llorando tirado en el suelo al lado de su hijo con el arma en su mano.

             Y todos presenciaron la transformación de lobo a hombre y la mirada dulce y llena de amor de Emmanuel y el amanecer asomándose en el horizonte…



              Así termina esta historia de amor y de terror.

              La escuché hace muchos años del propio hijo de Emmanuel y Carmencita:

o sea de mi padre.


                                       

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